Por qué dejé de meditar

Llevo semanas fracasando miserablemente en el intento de escribir un artículo técnico de mediana calidad. Por consiguiente, para socializar mi dolor, he decidido escribir otro artículo de tono ácido, que tampoco se me dan del todo mal, y suelen ser menos áridos de leer.

El salvapantallas mental

La primera vez que asistí a un curso de meditación fué algo así cómo quince años atrás.
Los alumnos formaban un elenco de personas rotas: había un juez que ya no podía soportar ya más la responsabilidad de las sentencias que tenía que dictar, una mujer que se sentía terríblemente culpable tras su tercer divorcio, un policía con una historia tan dura que no podía ni contar, una mujer víctima de abusos innombrables en su infancia, una feminista vegetariana militante, y un señor cómo yo que se había perdido y estaba allí más por curiosidad que por ninguna otra causa.
La profesora era una ex-consultora de proyectos informáticos quien, cómo tantos otros informáticos más quemados que la pipa de un indio, había decidido abandonar el entorno empresarial, comprarse un perro y mudarse al campo con la nueva misión vital de compartir con el mundo su epifanía de la conexión espiritual y la meditación.
La verdad es que al principio me aburría de muerte durante las clases. Entonces decidí que, siendo la meditación algo tan indudablemente bueno, lo que sucedía es que no lo estaba intentando suficientemente duro. Y cómo la testarudez es una de mis virtudes pues a los pocos meses me encontré a mi mismo meditando una hora al día cinco días por semana, sin grandes resultados aparentes, sólo aburriéndome todavía más.
Entonces fué cuando se produjo la iluminación. Me di cuenta de por qué la meditación funcionaba para otras personas pero no para mi. La razón era que los otros alumnos dedicaban una hora al día a meditar y las otras veintitres las empleaban en comerse la cabeza con pensamientos horribles. Sin embargo, yo, que por aquel entonces ya era conocedor del mítico Nothing Box de Mark Gungor, pues si no existía ningún peligro inminente para mi vida, simplemente activaba el salvapantallas mental y ponía mi cerebro en modo de mínimo consumo.
El hallazgo no es ninguna primicia mia, ya que los propios manuales de práctica budista dicen que uno de los caminos hacia el Nirvana es simplemente seguir las recomendaciones del Óctuple Noble Sendero y no preocuparse (pre-ocuparse = ocuparse antes de tiempo) de nada más.
Es decir, en vez de intentar calmarte, intenta vivir permanentemente en calma, porque no hay días buenos versus días malos, sólo días en los que las cosas suceden cómo uno espera versus otros en los que no. No existen los días fáciles. Todos y cada uno de los días pasa algo fastidioso. Cuando no es el tren que llegó tarde, es el grifo que se rompió, o el niño que se cayó, o el jefe que te encabronó, o la regla que te bajó (o no). Todos y cada uno de los días sin excepción. Es sólo la más perfecta normalidad. Y será el mismo lío desde hoy un día tras otro todos los días hasta que te mueras. Por tanto, en vez de soñar con la paz, mejor créate un lugar al que puedas llamar «hogar» en medio de la guerra.

El cubo de la basura mental

Todos los hogares, hasta los más humildes, disponen de un cubo de la basura. El cubo de la basura es un utensilio fantástico. Toda la mierda que pones en él simplemente desaparece por arte de magia.
Incluso nuestro ordenador tiene un cubo de la basura ostensiblemente visible en el escritorio.
Análogamente, nuestro cerebro dispone de un cubo de la basura donde tirar los pensamientos que no sirven para nada.
Yo creo que es por eso que no tenemos recuerdos de nuestra más tierna infancia, debido a que pasarse dos años y medio cagándose cómo los mirlos en los pantalones es un trauma cómo para mejor olvidar.
El problema con el cubo de la basura mental es que es tan bueno que algunas personas deciden quedarse a vivir en él. En lugar de sacar la basura a la calle y deshacerse definitivamente de ella, se quedan sentados sine die encima del cubo maloliente.
Es decir, no importa lo que te haya sucedido en el pasado, lo siento si tuviste una infancia traumática, o si te enviaron a combatir en las trincheras de Verdún con 19 años. La única forma en la que conseguirás salir adelante es metiendo toda tu basura en una bolsa y deshaciéndote de ella de una vez y para siempre, sin excusas.
El vicio de retozar en el cubo de la basura mental es una de las razones por las cuales gran parte de la psicoterapia moderna pierde su eficacia. Lo que sucede es que el cliente acude al psicoterapéuta a explicarle su problema (real o imaginario). Ese problema, a menudo, el cliente ya no puede contárselo a sus amigos porque están hartos de escucharlo. Pero el psicoterapéuta cobra por horas y, además, le gusta jugar a ser un fino analizador de mentes quien, con su sagacidad, descubrirá traumas y bloqueos ocultos que serán superados una vez que el paciente, con ayuda, se dé cuenta de ellos. Pero un porcentaje no pequeño de la gente que va a psicoterapia no tiene zonas ciegas, ni lo hace para cambiar, sino para que el psicoterapéuta les ayude a justificar por qué no pueden cambiar. Entonces cuantos más oídos presta el psicoterapéuta a todo lo que sale del cubo de la basura mental del cliente más le ayuda involuntariamente a quedarse sentado encima de un montón de porquería.
No quiero sugerir que la psicoterapia no sirva para nada, pues anteriormente a su invención quien no podía más con su vida simplemente se ahorcaba. Y hay personas que necesitan ayuda psicológica o psiquiátrica por muy buenas y fundamentadas razones que no voy a enumerar aquí.

La entropía de la culpa

Cualquier persona que pretenda hacer algo significativo en la vida debe cultivar el arte de la indolencia. La razón es fácilmente comprensible tan sólo con los conocimientos más elementales de estadística y probabilidad. Cada vez que tomamos una decisión existe una probabilidad de acertar y una probabilidad de equivocarnos. Cuanto más queremos conseguir, más decisiones hemos de tomar. Cuantas más decisiones tomamos irremediablemente más errores cometemos. Y cuantos más errores hemos cometido más culpables nos sentimos. El proceso es tan perverso que, cómo única solución, algunos recomiendan raparse la cabeza, vestirse con una kasaya e irse a vivir al Tíbet sobreviviendo a diario con un cuenco de arroz y algunas frutas. Y hay pruebas de que eso funciona, pero es una actitud vital que está peligrosamente cercana al nihilismo más absoluto.
Una vía de escape alternativa es revisar los criterios por los cuales una persona puede ser hallada culplable, ante los demás o ante sí misma. En general, nadie debería ser culpable de los daños colaterales que causó actuando de buena fé excepto cuando tales actos superan el umbral máximo de estupidez admisible en un ser humano. Es por esto que es tan importante hacer siempre lo correcto (o lo que parece más correcto dadas las circunstancias), ya que es la forma de escapar sistemáticamente y legítimamente de la culpa.

La importancia de poder digerirlo todo

La vida nos sucede repleta de cosas con las que tenemos que tragar. Puede que tengas que tragar con los fachas, con los comunistas, con los independentistas, con los centralistas, con los machistas, con las feminazis, con el mal tiempo o con el imbécil de tu vecino. Da igual si te gusta o no nada de lo anterior, o cualquier otra cosa, porque vas a tener que tragar con ello igualmente. Por consiguiente, es fundamental aprender a digerirlo todo en bloque. Aprender a procesarlo, extraer lo bueno y descartar lo malo sin sufrir una úlcera de estómago en el intento.

La teleología de la felicidad

Una de las formas más eficaces de ser infeliz es autoimponerse condiciones a priori para la felicidad. «Si tan sólo pudiera hacer ese viaje», o «Si tan sólo pudiera tener esa casa», o «Si tan sólo pudiera casarme con esa persona». Algunas para ser felices creen que necesitan unas tetas de silicona. No es un comentario sexista, porque los extensores de pene se venden cómo rosquillas. Y con todo mi respeto a quienes decidieron ponerse unas tetas grandes (qué época dorada aquella de Pamela Anderson dentro de su bañador rojo en la pequeña pantalla).
Cuantas más condiciones se le imponen a la felicidad más difícil es alcanzarla, en primer lugar porque es más improbable que todas las condiciones se den simultáneamente. Pero es que, además, se sabe, y está más que demostrado, que las personas a quienes les toca la lotería no se vuelven de la noche a la mañana más felices que aquellas a quienes nunca les tocó, e incluso, en no pocas ocasiones, el premio resulta ser a la postre una manzana envenenada.
Somos posiblemente la primera sociedad que ha hecho de la felicidad individual su misión social. Antaño se suponía que veníamos al mundo a sufrir o a quemar la vida en alguna gran causa. Cada uno tiene su propia definición de la felicidad. Para algunos es una tarde con amigos y cerveza, para otros una bella puesta de sol con un ramo de flores. A mi me gusta la definición que dio Bertrand Russell argumentado que «cada uno es feliz realizando la actividad que le es propia». Unos cuidando del jardín, otros construyendo coches de carreras, predicando, siendo amas de casa, o lo que sea… El problema lo tienen aquellos que nacieron para ser huéspedes perennes en hoteles de cinco estrellas pero para que les alcance el presupuesto para eso tienen que dedicarse al narcotráfico y cómo consecuencia un día pasan de dormir en la suite presidencial de un Mandarin Oriental a pasar la noche de por vida en la litera de un calabozo.
En resumen, en vez de pasarte los días y los años jodido luchando por un futuro mejor, haz del día de hoy un lugar agradable en el que podais vivir tú y los que te rodean. En vez de soñar con tus próximas vacaciones búscate un trabajo en el que puedas ser feliz a diario. De lo contrario, ni harás bien tu trabajo, porque estarás pensado en las próximas vacaciones, ni las vacaciones te satisfarán porque siempre se acabarán demasiado pronto.

Nada importa nada

Nada es tan importante cómo nos lo parece cuando estamos pensado en ello. Algunos se preocupan de ser buenos padres, aunque ni en La Biblia está escrito que haya que ser un buen padre (lo que dicen los Mandamientos es sólo que hay que ser un buen hijo). Otros se preocupan de si monarquías o repúblicas y ya desde los Romanos ambas se alternaban entre mal y peor. No pocos se obsesionan con el dinero, cuya carencia extrema es ciertamente terrible, pero a partir de cierto umbral de ingresos no merece darse mala vida por conseguirlo.

Conclusión: Por qué estás jodido y siempre lo estarás

Este último apartado es un corolario de los anteriores. Estás jodido porque te preocupas de las cosas equivocadas, porque machaconamente te cuentas a ti mismo historias sacadas de tu cubo de la basura mental, porque te sientes culpable de sucesos que nunca pretendiste que ocurrieran, porque te niegas obstinadamente a tragar con lo que no puedes cambiar y porque tienes una idea errónea de la felicidad.
Para no ser responsable de tanta necedad, lo más fácil es culpar a otro, quien a su vez te culpa a ti. Y así es cómo las personas empiezan a odiarse mutuamente por ninguna buena razón.
La buena noticia es que la solución es muy sencilla (cuándo la sabes) y está explicada en libros escritos hace miles de años. Excepto que bien no los has leído bien no los has entendido.
Pero no te preocupes, porque, de nuevo, siempre puedes recurrir a escandalizarte de tipos que se atreven a escribir artículos estúpidos sentando cátedra de cosas sobre las que, evidentemente, no tienen ni puñetera idea.

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